
El martes celebramos la fiesta de san Pedro y san Pablo, apóstoles, columnas de la Iglesia. Pedro es el apóstol que confesó la fe y que Jesús constituye en «roca» para levantar su Iglesia. Pablo es el apóstol evangelizador de los paganos y fundador de comunidades. A ambos, la manifestación de Cristo resucitado les dio la vuelta a sus vidas hasta recibir el martirio en Roma.
La fiesta de Pedro y Pablo me ha sugerido reflexionar y orar por nuestra Iglesia hoy.
Cuando profesamos la fe afirmamos: «Creo en la santa Madre Iglesia Católica». Afirmamos que creemos en Jesucristo en la Iglesia, formando Iglesia; y al mismo tiempo, también, que nos fiemos de la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Constato, sin embargo, que últimamente para algunos grupos y personas el obstáculo para creer en Jesucristo es precisamente la Iglesia.
Ciertamente somos conscientes de que la Iglesia es pecadora, porque está formada por pecadores. Ha hecho camino durante siglos por la historia ejerciendo la misión confiada por Jesucristo, pero también se le ha enganchado el polvo del camino. Y se ve en algunos hechos de la historia, como la división de los cristianos, las incoherencias a la hora de seguir el Evangelio, el mal ejemplo de quienes la formamos, y, últimamente, el gravísimo problema de la pederastia y de otros acontecimientos que manifiestan su condición pecadora
El olvido inconsciente o consciente de todo lo que ha hecho y hace la Iglesia y quienes la formamos buscando el bien de las personas y la sociedad provoca que sólo se contemple y comente lo negativo, y se olviden los otros hechos y actitudes que han contribuido a la humanización de la historia.
Todo esto puede llevar a olvidar la dimensión divina de la Iglesia, que es de Dios y de los hombres. Como expresa el Vaticano II, es la multitud reunida en el Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso es también santa por la acción del Espíritu Santo y por la presencia de Jesucristo, su jefe. Esta santidad de la Iglesia se ha manifestado a lo largo de los siglos de muchísimas formas. Recordamos los mártires y los perseguidos por causa de la fe, de todos los tiempos, y también de lo nuestro. Valoramos a los misioneros y misioneras que durante siglos, para anunciar el evangelio y servir a las personas, han trabajado en países pobres y necesitados de todo, dejando a menudo la vida. Damos cuenta como la presencia y acción de los cristianos, de la Iglesia, ha humanizado a las sociedades por medio de la predicación, celebraciones, caridad y servicios a los colectivos más vulnerables.
No olvidemos que es Jesucristo quien ha querido la Iglesia –ahora, su cuerpo– para que continuara en la historia su obra de salvación de la humanidad según el proyecto de Dios. Esto no significa que Cristo haya establecido toda la configuración institucional de la Iglesia que se ha desarrollado a lo largo de los siglos, y que se ha ido modificando con la inspiración del Espíritu Santo y de la sabiduría de maestros y santos para responder a los retos de cada época.
Valoramos la misión de la Iglesia de Dios, que es Amor, y que consiste en que los humanos reciban el Espíritu y la Palabra de Dios, por su participación en la salvación de Jesucristo.
No podemos volver a inventar a Cristo en cada generación, ni inventamos los evangelios, las cartas apostólicas o los sacramentos. Cada generación tenemos acceso a Cristo y sus dones gracias a la Iglesia.
Amamos a la Iglesia y sintámonos responsables.
Francesc Pardo Artigas,
obispo de Girona