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Oficina de Comunicación del Obispado de Girona

Jueves 26 de Mayo de 2022

Este domingo, 29 de mayo, 56a Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales

Este próximo domingo, 29 de mayo, solemnidad de la Ascensión del Señor, se celebra la 56 ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, este año bajo el lema «Escuchar con el oído del corazón». Se trata de una conmemoración que invita a reflexionar sobre la importancia de la comunicación en nuestras vidas, nuestra sociedad, así como en el seno de la Iglesia.

A continuación le ofrecemos el mensaje del papa Francisco:

Escuchar con el oído del corazón
Mensaje del Santo Padre Francisco para la 56 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
29 de mayo de 2022 (Solemnidad de la Ascensión del Señor)

Estimados hermanos y hermanas,

El pasado año reflexionamos sobre la necesidad de «ir y ver» para descubrir la realidad y poder explicarla a partir de la experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas. Siguiendo en esta línea, quiero ahora centrar la atención sobre otro verbo, escuchar, decisivo en la gramática de la comunicación y condición para un diálogo auténtico.

En efecto, estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, ya sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, ya sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil. Al mismo tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e importante desarrollo en el campo comunicativo e informativo, a través de las diversas ofertas de podcast y chat audio, lo que confirma que escuchar sigue siendo esencial para la comunicación humana.

A un ilustre médico, acostumbrado a curar las heridas del alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los seres humanos. Respondió: «El deseo ilimitado de ser escuchados.» Es un deseo que a menudo se mantiene escondido, pero que interpela a todos los que están llamados a ser educadores o formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los padres y los profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los trabajadores de la información y todos los que prestan un servicio social o político.

Escuchar con el oído del corazón

En las páginas bíblicas aprendemos que la escucha no sólo tiene el significado de una percepción acústica, sino que está esencialmente ligada a la relación dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema' Israel – Escucha, Israel» (Dt 6,4), las palabras iniciales del primer mandamiento de la Torá se propone continuamente en la Biblia, hasta el punto de que san Pablo afirma que «la fe viene […] de la escucha» (Rm 10,17). Efectivamente, la iniciativa es de Dios que nos habla, y nosotros respondemos escuchándole; pero también esta escucha, en el fondo, proviene de su gracia, como ocurre en el recién nacido que responde a la mirada ya la voz de la madre y del padre. De los cinco sentidos, parece que el privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizás porque es menos invasiva, más discreta que la vista, y por tanto deja al ser humano más libre.

La escucha corresponde al estilo humilde de Dios. Es aquella acción que permite a Dios revelarse como aquel que, hablando, crea al hombre en su imagen, y, escuchándole, le reconoce como su interlocutor. Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso «inclina el oído» para escucharle.

El hombre, por el contrario, tiende a huir de la relación, a dar la espalda y «cerrar los oídos» para no tener que escuchar. El hecho de negarse a escuchar termina a menudo por convertirse en agresividad hacia el otro, como les ocurrió a los oyentes del diácono Esteban, quienes, tapándose las orejas, se lanzaron todos juntos contra él (cf. Hch 7,57).

Así, por una parte está Dios, que siempre se revela comunicándose gratuitamente, y por otra, el hombre, al que se le pide que se ponga a la escucha. El Señor llama explícitamente al hombre a una alianza de amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es: imagen y semejanza de Dios en su capacidad de escuchar, acoger, dar espacio al otro. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor.

Por eso Jesús pide a sus discípulos que verifiquen la calidad de su escucha: «Fijaos, pues, cómo escuchais» (Lc 8,18); los exhorta de esta manera después de haberles contado la parábola del sembrador, dejando entender que no es suficiente escuchar, sino que hay que hacerlo bien. Sólo da frutos de vida y de salvación quien acoge la Palabra con el corazón «bueno y generoso» y la custodia fielmente (cf. Lc 8,15). Sólo prestando atención a quienes escuchamos, qué escuchamos y cómo escuchamos podemos crecer en el arte de comunicar, cuyo centro no es una teoría o una técnica, sino la «capacidad del corazón que hace posible la proximidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium , 171).

Todos tenemos oído, pero muchas veces incluso quien tiene un oído perfecto no logra escuchar a los demás. Hay realmente una sordera interior peor que la sordera física. La escucha, en efecto, no sólo tiene que ver con el sentido del oído, sino con toda la persona. La verdadera sede de la escucha es el corazón. El rey Salomón, a pesar de ser muy joven, demostró sabiduría porque pidió al Señor que le concediera «un corazón capaz de escuchar» (1 Re 3,9). Y san Agustín invitaba a escuchar con el corazón ( cuerde audire ), a acoger las palabras no exteriormente en las orejas, sino espiritualmente en el corazón: «No tenga el corazón en el oído, sino el oído en el corazón.» [1] Y san Francisco de Asís exhortaba a sus hermanos a «inclinar el oído del corazón». [2]

La primera escucha que es necesario redescubrir cuando se busca una comunicación verdadera es la escucha de sí mismo, de las propias exigencias más verdaderas, aquellas que están inscritas en lo íntimo de toda persona. Y no podemos hacer otra cosa que escuchar lo que nos hace único en la creación: el deseo de estar en relación con los demás y con el otro. No estamos hechos para vivir como átomos, sino juntos.

La escucha como condición de la buena comunicación

Hay un uso del oído que no es verdadera escucha, sino lo contrario: escuchar a escondidas. De hecho, una tentación siempre presente y que hoy, en el tiempo de las redes sociales, parece haberse agudizado, es escuchar a escondidas y espiar, instrumentalizando a los demás para nuestro interés. Por el contrario, lo que hace la comunicación buena y plenamente humana es precisamente la escucha de quien tenemos delante, frente a frente, la escucha del otro al que nos acercamos con apertura leal, confiada y honesta.

Lamentablemente, la falta de escucha que experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es evidente también en la vida pública, en la que, a menudo, en vez de escuchar al otro, lo que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. Éste es un síntoma que, más que la verdad y el bien, se busca el consenso; más que a la escucha, se está atento a la audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata de impresionar al público con un ingenioso comentario dirigido a ridiculizar al interlocutor, sino que presta atención a las razones del otro e intenta hacer que se comprenda la complejidad de la realidad. Es triste cuando, también en la Iglesia, se forman bandos ideológicos, la escucha desaparece y su sitio lo ocupan contraposiciones estériles.

En realidad, en muchos de nuestros diálogos no nos comunicamos en absoluto. Estamos simplemente esperando a que el otro acabe de hablar para imponer nuestro punto de vista. En estas situaciones, como señala el filósofo Abraham Kaplan, [3] el diálogo es un «duálogo», un monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación, en cambio, tanto el tú como el yo están “en salida”, tienden uno hacia otro.

Escuchar es, por tanto, el ingrediente primero e indispensable del diálogo y de la buena comunicación. No se comunica si antes no se ha escuchado y no se hace buen periodismo sin la capacidad de escuchar. Con el fin de ofrecer una información sólida, equilibrada y completa, es necesario haber escuchado durante un largo tiempo. Para contar un evento o describir una realidad en un reportaje es esencial haber sabido escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias hipótesis de partida.

En efecto, sólo si se sale del monólogo se puede llegar a esa concordancia de voces que es garantía de una verdadera comunicación. Escuchar varias fuentes, «no conformarnos con lo primero que encontramos» –como enseñan los profesionales expertos– asegura fiabilidad y seriedad en las informaciones que transmitimos. Escuchar más voces, escucharse mutuamente, también en la Iglesia, entre hermanos y hermanas, nos permite ejercitar el arte del discernimiento, que aparece siempre como la capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de voces.

Pero, ¿por qué es necesario afrontar el esfuerzo que requiere la escucha? Un gran diplomático de la Santa Sede, el cardenal Agostino Casaroli, hablaba del «martirio de la paciencia», necesario para escuchar y hacerse escuchar en las negociaciones con los interlocutores más difíciles, con el fin de obtener lo mejor posible en condiciones de limitación de la libertad. Pero también en situaciones menos difíciles, la escucha requiere siempre la virtud de la paciencia, junto con la capacidad de dejarse sorprender por la verdad -aunque sea sólo un fragmento de la verdad- de la persona que estamos escuchando. Sólo la sorpresa permite el conocimiento. Me refiero a la curiosidad infinita del niño que mira al mundo que le rodea con los ojos muy abiertos. Escuchar con esta disposición de ánimo —la sorpresa del niño con la conciencia de un adulto— es un enriquecimiento, porque siempre habrá algo, aunque sea mínimo, que puedo aprender del otro y aplicarlo en mi vida.

La capacidad de escuchar a la sociedad es sumamente preciosa en este tiempo herido por la larga pandemia. Mucha desconfianza acumulada precedentemente hacia la “información oficial” ha causado una “infodemia”, en la que es cada vez más difícil hacer creíble y transparente el mundo de la información. Es necesario disponer el oído y escuchar en profundidad, especialmente el malestar social aumentado por la disminución o el cese de muchas actividades económicas.

También la realidad de las migraciones forzadas es un problema complejo, y nadie tiene la receta lista para resolverlo. Repito que, para vencer los prejuicios sobre los migrantes y ablandar la dureza de nuestros corazones, sería necesario intentar escuchar sus historias, dar un nombre y una historia a cada uno de ellos. Muchos buenos periodistas lo hacen ya. Y otros muchos lo harían si pudieran. ¡Animámoslos! ¡Escuchamos estas historias! Después, cada uno será libre de sostener las políticas migratorias que considere más adecuadas para su país. Pero, en cualquier caso, ante nuestros ojos ya no tendremos números o invasores peligrosos, sino rostros e historias de personas concretas, miradas, esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres a escuchar.

Escucharse en la Iglesia

También en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos unos a otros. Nosotros, los cristianos, olvidemos que el servicio de la escucha nos ha sido confiado por aquel que es el oyente por excelencia, en cuya obra estamos llamados a participar. «Debemos escuchar con el oído de Dios para poder hablar con la palabra de Dios.» [4] El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer servicio que debe prestarse a los demás en la comunión consiste en escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, enseguida será incapaz de escuchar a Dios. [5]

En la acción pastoral, la obra más importante es “el apostolado del oído”. Escuchar antes que hablar, como exhorta el apóstol Jaime: «Que todo el mundo sea pronto a escuchar pero lento a hablar» (1,19). Dar gratuitamente algo de nuestro tiempo para escuchar a las personas es el primer gesto de caridad.

Hace poco ha empezado un proceso sinodal. Oremos para que sea una gran ocasión de escucha recíproca. La comunión no es el resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en la escucha recíproca entre hermanos y hermanas. Como en un corazón, la unidad no requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces, polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del corazón canta escuchando a las demás voces y en relación con la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el compositor, pero su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de las voces.

Conscientes de participar en una comunión que nos precede y nos incluye, podemos redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que cada uno puede cantar con su voz acogiendo a las de los demás como un don, para manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu Santo compone.

Francisco

Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2022
Memoria de san Francisco de Sales


[1] «Nolite habere corazón in auribus, sed aures in corde» ( Sermo 380, 1: Nuova Biblioteca Agostiniana 34, 568).

[2] Carta a toda la Orden: Fuentes Franciscanas, 216.

[3] Cf. The life of dialogue, en JD Roslansky ed., Communication. A discusión en el Nobel Conference , North-Holland Publishing Company – Amsterdam 1969, 89-108.

[4] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad , Sígueme, Salamanca 2003, 92.

5] Cf. ibid. , 90-91.

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