
«Pero vosotros ama a sus enemigos» (Lc 6,35)
No siempre tenemos presente que Jesús da la vuelta a las cosas. Para Él no tiene ningún mérito amar a quienes ya nos aman, o hacer el bien a quienes también nos lo hacen a nosotros. Para Él, lo que tiene mérito, lo que comporta ser seguidor suyo, es amar a quienes nos odian y hacer el bien a quienes nos hacen el mal. Ya sería un gran esfuerzo amar a quienes no nos aman, a quienes son indiferentes hacia nosotros, a quienes no nos hacen el bien pero tampoco nos hacen el mal; pero amar precisamente a quienes quieren hacernos daño, va mucho más allá de lo que a menudo estamos dispuestos a hacer, o somos capaces de hacer.
No es que Él no lo haya mostrado en la práctica. Toda su vida en la tierra estuvo dedicada a hacer el bien, y sin embargo, aunque nos declaremos seguidores suyos, nos cuesta aplicar las palabras de Jesús, nos resulta muy difícil imitar su ejemplo. Tendemos de manera natural y habitual a volver mal por mal, oa lo sumo, haciendo un gran esfuerzo, a apartarnos de aquel que nos hace o nos quiere daño, o de aquel que intuimos que está dispuesto a hacérnoslo, para evitar así la ocasión de ser heridos. Exponerse a ser víctimas no es plato de gusto, es incluso irracional; es mucho más fácil, y pensamos que natural, responder al mal con mayor daño. A veces deberíamos preguntarnos si esta escalada nos trae algo bueno, porque tal vez nos añade aún más inquietud, más desasosiego, menos paz; de esto todos hacemos experiencia en un momento u otro, seguramente muy a menudo, con demasiada frecuencia si queremos seguir a Cristo.
Pero a veces vamos aún más allá, nos cerramos aún más y ya sólo queremos escuchar lo que nos gusta y que halaga nuestro oído; mirar lo que nos complace y que halaga nuestra vista; y hacer lo que creemos que nos conviene y que por tanto tenemos derecho a hacer, sin pensar en el daño que puede hacer sufrir a los demás: lo hacemos porque halaga nuestro ego. A menudo rehuimos confrontarnos a puntos de vista diversos de los nuestros, sin valorar que nos pueden ayudar a enriquecernos ya que nuestros planteamientos lleguen a los demás.
Estamos llamados a vivir nuestra vocación de cristianos en medio de un mundo a veces indiferente, a veces hostil, ya veces burlón ante la fe. Pero lo que nunca podemos hacer es renunciar a vivir nuestra fe, y vivirla significa también ser misioneros, a pesar de las dificultades, que están ciertamente; pero es tan importante hacer llegar la fe a quienes la desconocen y hacer devolver a quienes se han alejado de ella, que el esfuerzo siempre vale la pena.
Como escribía el papa Francisco a los participantes en el Congreso de Vocaciones de Madrid hace unas semanas: «Pedimos, hermanos, una mirada capaz de percibir la necesidad del hermano, no en abstracto, sino en lo concreto de unos ojos que se clavan en nosotros como los del paralítico del templo. En la oficina, en la familia, en el apostolado, en el servicio, traed a Dios allí donde Él os envíe, ésta es nuestra vocación.»
+ fray Octavio,
obispo de Girona