
«Y se fue a encontrar a su padre» (Lc 15,20)
La vida que Dios nos ha dado y que vivimos aquí en la tierra está llena de aciertos y errores. Dios nos ha hecho libres y la capacidad de elegir entre obrar bien y obrar mal está dentro de nuestras posibilidades. Pero jugamos con ventaja: tenemos un Padre inmensamente misericordioso que nos espera, siempre dispuesto, para perdonarnos y acogernos de nuevo. Para recibir su perdón y su abrazo acogedor necesitamos darnos cuenta de que estamos en falso, que hemos pecado. El pecado duele, nos duele a nosotros mismos y también muy a menudo a los demás, ya que habitualmente nuestras faltas suponen una acción en contra de los demás.
Ningún bienestar podemos encontrar al dañar y todo el malestar desaparece cuando hacemos el bien. Esto es sencillo de formular pero difícil de practicar. En este tiempo de Cuaresma, que es tiempo de conversión, y en este año Jubilar, que es un año de indulgencia, la práctica del sacramento de la penitencia puede ayudarnos y mucho en este proceso de abandono del mal y de acercamiento al bien.
Para el hijo pródigo, tal y como lo conocemos, no fue fácil aprender la lección, darse cuenta de que había pecado, y volver con la cabeza gacha junto a su padre, con el deseo de ser acogido no ya como hijo sino como sirviente. Cierto que también nosotros cuando cometemos falta perdemos la dignidad de hijos, o mejor dicho, no somos merecedores; pero Dios es ese padre que día tras día nos espera y cuando nos ve, aunque sea de lejos, se conmueve y corre para echarse a nuestro cuello y para besarnos, porque nunca nos ha dejado de amar como hijos.
Estos próximos días celebraremos la Semana Santa. Quien muere en la cruz lo hace por amor, a pesar de no haber recibido amor. Él en ningún momento deja de amar. Y como Él su madre María a la que estos días veneremos bajo la advocación de los Dolores. ¿Cuántas madres no tienen los corazones rotos al ver a sus hijos alejados, sufriendo, o víctimas de tantas vicisitudes y dependencias como vive nuestro mundo? María es como este padre del Evangelio, ella siempre nos espera, nunca se cansa de esperarnos; como toda aquella madre que sufre, a menudo en silencio, pero que nunca deja de trabajar y orar para que los suyos tengan lo que necesitan y noten el calor de su amor.
También muchas madres sufren el dolor de ver a sus hijos apartados de la fe que un día les transmitieron. Pero Dios es paciente y misericordioso, sabe esperar, sabe que un día, cuando sea, nosotros podemos darnos cuenta de que lo mejor que podemos hacer es volver a la casa del Padre, ciertos que él saldrá a nuestro encuentro, sin reproches, si nuestra conversión es sincera y de corazón.
En este tiempo de conversión, en este año jubilar, no tengamos miedo de volver al Padre, un padre que es todo el amor.
+ fray Octavio,
obispo de Girona