
«Todo el mundo acudía a su entorno, y él, sentado, les enseñaba» (Jn 8,2)
Estamos a las puertas de la Semana Santa, a punto de empezar la celebración del Triduo Pascual en el que celebramos la pasión, muerte y resurrección del Señor. La historia de estos días resuena en nuestros corazones, la tenemos bien aprendida, pero a veces de tan sabida no acabamos de encontrar los matices que nos la hagan de nuevo cercana, para que sean un elemento de conversión; no acabamos de hacer de este pasado un presente siempre innovador y transformador.
En las puertas de la Semana Santa, en nuestras tierras vivimos como una cata, como una aproximación a la profundidad del misterio, y lo hacemos de la mano de María, la primera discípula, la primera entre las mujeres por medio de la cual se abre la puerta de nuestra salvación. Estos días la imagen de María recorrerá muchas de nuestras villas, su devoción está bien arraigada en nuestra tierra y la celebramos, veneremos y honramos a lo largo del año en casi cada una de nuestras poblaciones. Pero estos días tan trascendentes la veneramos bajo la advocación de la Virgen de los Dolores.
No hay dolor como el dolor de una madre cuando pierde a su hijo, es un dolor inconsolable, un dolor que escapa a cualquier lógica, que va contra todo lo que pueda ser previsible. No hay dolor como el dolor de una madre porque tampoco hay amor como el amor de una madre. María es discípula, María es actora imprescindible en la historia de la salvación; pero María está por encima de todo y ante todo, madre. Una madre que, como toda madre, ama a su hijo con la ternura con la que sólo una madre puede hacerlo. Sufrió María al ver amenazado a su hijo delante de Herodes, sufrió cuando le creía perdido en el templo; María sufrió muchas veces por Jesús, sabía que en aquel chico y en aquel hombre había algo que le hacía diferente a cualquier otro, sabía que en cierto modo ella no podía interponerse a la misión de Jesús -aquella que le había sido confiada por el Padre- con su amor de madre, que la movía a evitar cualquier sufrimiento a su hijo. Pero no por eso dejó nunca de sufrir.
Estas espadas que traspasan el corazón de María, imagen con la que representamos habitualmente su dolor, haciendo referencia a lo que Simeón le había profetizado, nos muestran un dolor compartido con tantas otras madres que sufren en silencio, a veces impotentes, por sus hijos e hijas a los que la vida no les sonríe, al contrario, les rechaza con todas las demás.
Mirar a María, bajo la advocación de la Virgen de los Dolores es mirar con esperanza allí donde parece que no hay sitio para la esperanza. La esperanza de una mañana de domingo y de una tumba vacía, signos de la victoria de la vida sobre la muerte, de la victoria de la esperanza sobre la desesperanza.
+ fray Octavio,
obispo de Girona