
Queridos hermanos y hermanas: ¡Buena Pascua!
Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: «¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!».
Como una llama nueva esta Buena Noticia se ha encendido por la noche: por la noche de un mundo que encaraba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia: «¡Cristo, mi esperanza, ha resucitado!» (Secuencia pascual).
Es otro «contagio», que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Nueva. Es el contagio de la esperanza: «¡Cristo, mi esperanza, ha resucitado!». No es una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es esto la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no «pasa por encima» del sufrimiento y la muerte, sino que los atraviesa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.
El Resucitado es el Crucificado, no es otra persona. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas imborrables, heridas que se convierten en luminarias de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que cure las heridas de la humanidad aquejada.
Mi pensamiento se dirige hoy sobre todo a los afectados directamente por el coronavirus: a los enfermos, a los que han muerto ya los familiares que lloran por la desaparición de sus seres queridos, a quienes a veces no han podido dar ni siquiera el último adiós. Que el Señor de la vida acoja a los difuntos con él en su reino y dé consuelo y esperanza a aquellos que todavía pasan la prueba, especialmente los ancianos y quienes están solos. Que no falte el consuelo y la ayuda necesaria a aquellas personas que se encuentran en condiciones de especial vulnerabilidad, como los que trabajan en residencias de ancianos o viven en los cuarteles y en las cárceles. Para muchos es una Pascua de soledad, vivida entre el duelo y las dificultades que la pandemia provoca, desde los sufrimientos físicos hasta los problemas económicos.
Esta enfermedad no sólo nos ha privado de los afectos, sino también de la posibilidad de recurrir personalmente al consuelo que brota de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos países no ha sido posible acercarse a él, pero el Señor no nos ha dejado solos. Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre con su mano (cf. Sl 138,5), repitiendo con fuerza: no tengas miedo, «he resucitado, y siempre estoy contigo» (Antífona de entrada de la Misa del día de Pascua, Misal Romano).
Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia salud. A ellos, así como a quienes trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del orden ya los militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo cariñoso y nuestro agradecimiento.
En estas semanas, la vida de millones de personas ha cambiado repentinamente. Para muchos, permanecer en casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Pero también para muchos es un tiempo de preocupación por un futuro que se presenta incierto, por el trabajo que se corre el riesgo de perder y por las demás consecuencias que la crisis actual comporta. Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los medios e instrumentos necesarios para permitir que todo el mundo pueda tener una vida digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las habituales actividades cotidianas.
Éste no es el tiempo para la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y debe estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, prófugos y sin techo. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos. Procuramos que no les falten los bienes de primera necesidad, más difíciles de conseguir ahora cuando muchos negocios están cerrados, así como los medicamentos y, sobre todo, la posibilidad de una adecuada asistencia sanitaria. Considerando las actuales circunstancias, que también se suavicen las sanciones internacionales de los países afectados, que les impiden ofrecer a los propios ciudadanos una ayuda adecuada, y se afronten -por parte de todos los países- las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos países más pobres.
Éste no es el tiempo del egoísmo, porque el reto al que nos enfrentamos nos une a todos y no hace distinción de personas. Entre las numerosas zonas afectadas por el coronavirus, pienso especialmente en la Europa. Tras la Segunda Guerra Mundial, este continente pudo resurgir gracias a un auténtico espíritu de solidaridad que le permitió superar las rivalidades del pasado. Es muy urgente, sobre todo en las circunstancias actuales, que estas rivalidades no recobran fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única familia y se sostengan mutuamente. Hoy, la Unión Europea tiene ante sí un desafío histórico, del que dependerá no sólo su futuro, sino el de todo el mundo. Que no pierda la ocasión por demostrar, una vez más, la solidaridad, incluso recurriendo a soluciones innovadoras. Es la única alternativa al egoísmo de los intereses particulares ya la tentación de volver al pasado, a riesgo de poner a dura prueba la convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones.
Éste no es tiempo de divisiones. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan el coraje de adherirse a la llamada por un alto el fuego global e inmediato en todas las regiones del mundo. No es éste el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar a las personas y salvar vidas. Que sea en cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que ha ensangrentado a la querida Siria, al conflicto de Yemen ya las tensiones en Irak, así como en Líbano. Que éste sea el tiempo en que los israelíes y los palestinos retomen el diálogo, y que encuentren una solución estable y duradera que permita a ambos pueblos vivir en paz. Que terminen los sufrimientos de la población que vive en las regiones orientales de Ucrania. Que se acaben los ataques terroristas perpetrados contra tantas personas inocentes en varios países de África.
Éste no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado tantas otras situaciones de emergencia que traen consigo el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre cercano a las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis humanitarias, como en la región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique. Que reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y desplazadas a causa de guerras, sequías y carestías. Que proteja a los numerosos migrantes y refugiados -muchos de ellos son niños-, que viven en condiciones insoportables, especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia y Turquía. Y no quiero olvidarme de la isla de Lesbos. Que permita alcanzar soluciones prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar la ayuda internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura política, socioeconómica y sanitaria.
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos desterrarlas para siempre! Estas palabras parecen prevalecer cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejemos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos haga entrar en su día glorioso que no conoce puesta.
Con estas reflexiones, os deseo a todos una buena Pascua.
Francisco