
El mundo, nuestro mundo, puede ser visto como un paisaje o como un belén. De hecho, desde la primera Navidad ya es un belén, el belén de Dios, pero depende de cada uno de nosotros que lo contemplemos de esta manera y vivamos con esta convicción.
Alguien puede pensar que da igual que sea una cosa o la otra, que no cambia nada, que la vida es igual, que nacemos y morimos, que reímos y sufrimos, que amamos y peleamos... que la humanidad hace el mismo camino.
Pero, ¿y si el hecho del nacimiento de Jesús hubiera modificado radicalmente la historia humana y la vida de todos nosotros?
Si no fuera así, ¿por qué la Buena Nueva de la Navidad se ha transmitido de generación en generación durante más de dos mil años y por todas partes se ha celebrado y se celebra con mucha alegría?
¿Por qué la fiesta de Navidad en cada generación ha dejado una experiencia profunda de sentimientos, convicciones, celebraciones, elementos culturales y artísticos?
Cada Navidad nos ayuda a vivir con el convencimiento de que formamos parte de este mundo donde Jesús nació, vivió, murió y resucitó, y por eso nuestro mundo se ha transformado en el pesebre de Dios. Éste es el hecho de que llena de alegría y de esperanza cada Navidad.
¿Qué ha cambiado el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, se haya hecho hombre, asumiendo la debilidad de la condición humana en un tiempo concreto de nuestra historia?
Por eso es fundamental que en Navidad no nos sintamos espectadores, sino actores, como los ángeles mensajeros, los pastores, los reyes y, sobre todo, María y José.
En esta Navidad, en nuestro pesebre, ponemos a Jesús, y eso nos pide que celebremos la Eucaristía para estar en comunión, para que lo reconozcamos y servimos en las personas que encontramos en nuestro camino, porque en medio de las oscuridades y dificultades de la vida lo sentimos muy cerca.
Que la celebración de Navidad nos aliente para vivir, disfrutar, ayudar a vivir, celebrar y comunicar esta Buena Nueva: ¡Jesús está con nosotros!
Francesc Pardo Artigas,
Obispo de Girona